Recientemente, tuve la
oportunidad de participar en un acto en la escuela de mis niñas, conmemorando
el Día de la No Violencia contra la Mujer. Más allá de la ceremonia, hubo un
aspecto que me llevó a una reflexión profunda sobre nuestro sistema educativo.
Durante el acto, se mencionó
la entrega de calificaciones y cómo se aconsejaba a los estudiantes prestar
atención a esos números para identificar áreas de mejora. Aquí surge mi
preocupación: ¿realmente esos números por sí solos son suficientes para guiar a
los estudiantes en su aprendizaje? ¿Estamos realmente proporcionando a los
estudiantes la guía que necesitan para prosperar académicamente?
Las calificaciones, esos
números que a menudo definen el éxito o el fracaso de un estudiante, parecen
haberse convertido en el barómetro absoluto de la competencia académica. Sin
embargo, me pregunto si realmente cumplen con su propósito. Un número en rojo
puede indicar un problema, pero rara vez ofrece una solución o una dirección
clara para el estudiante. En esta era de información y conocimiento, ¿no es
hora de que reexaminemos cómo evaluamos y qué comunican realmente esas
evaluaciones?
Desde la perspectiva de un
educador, las calificaciones son herramientas útiles. Proporcionan
una instantánea del rendimiento de un estudiante y ayudan a identificar áreas
donde se requiere apoyo adicional. Sin embargo, para un estudiante, esos mismos
números pueden ser enigmáticos y desalentadores. No brindan una orientación
clara sobre cómo mejorar o en qué áreas específicas deben enfocar sus
esfuerzos. Esta desconexión entre lo que los números significan para los
maestros y lo que representan para los estudiantes puede ser un obstáculo
significativo en el camino hacia el aprendizaje efectivo.
Consideremos el potencial de
una evaluación más integral, una que no solo identifique las áreas de mejora,
sino que también proporcione estrategias concretas para el desarrollo.
Imaginemos un sistema que, en lugar de dejar a los estudiantes adivinando cómo
mejorar, les ofrezca un plan claro y alcanzable para avanzar. Esta visión
requiere un cambio significativo en nuestra aproximación a la evaluación, uno
que reconozca la importancia de la retroalimentación constructiva y el apoyo
continuo.
En mi defensa de las evaluaciones continuas, veo una oportunidad para transformarlas en una herramienta de empoderamiento. Más allá de medir el conocimiento, las evaluaciones deben ser un medio para fomentar el crecimiento y la curiosidad intelectual. Deben ser un diálogo entre el estudiante y el educador, una oportunidad para que cada parte comprenda mejor las necesidades y fortalezas del otro.
Es crucial que cada actor en
el proceso educativo comprenda su papel en la evaluación. Los estudiantes deben
ver las evaluaciones como una oportunidad para demostrar su aprendizaje y
recibir orientación sobre cómo avanzar. Los educadores, por su parte, deben
usar las evaluaciones como una herramienta para entender mejor las necesidades
de sus estudiantes y adaptar su enseñanza para satisfacer esas necesidades.